sábado, 12 de marzo de 2011

Mens sana in corpore sano

   
    Hay tres momentos en el día que son vitales para mí. En este último año me he dado cuenta de que tan importante es mantener el cuerpo como el alma y, de la misma manera que hay que nutrirse de forma sana tantas veces a lo largo del día, hay que alimentar el espíritu equilibradamente. Se trata de buscar el punto medio entre la euforia y la depresión, porque tan temible es estar en lo alto de la montaña rusa a sabiendas de que la caída va a ser de órdago como dejarse caer en el fondo de un pozo a la espera de un rescate imposible -a estas alturas sé que por mucho que le lancen una cuerda al hundido sólo éste puede reunir las fuerzas necesarias para escalar por ella-.

    Al primero de esos momentos podemos llamarlo "wake up" (es que últimamente me ha dado por estudiar inglés). Cuando me despierto por la mañana, ya sea a causa de la aborrecible alarma que me anuncia desesperada una nueva jornada laboral, ya sea por voluntad propia, o impropia, según, tengo por norma no poner un pie en el suelo -primero el derecho, por supuesto- hasta no estar plenamente convencida de estar preparada para afrontar el día de forma positiva. Casi siempre me basta con repasar el orden del día y éste siempre se compone de una equitativa compensación entre los quehaceres profesionales y mi tiempo de ocio. Como decía mi sabia abuelita, a la que algún día dedicaré unas palabras, primero la obligación y luego la devoción, pero las dos igual de importantes. No obstante, en ocasiones tengo que utilizar una fórmula maestra que alguien me enseñó hace ya muchos años y que he puesto en práctica tan sólo hace unos meses. Si no es suficiente con repetir lo de "hoy puede ser un gran día" para mudar mi estado de ánimo, espero unos minutos hasta dar con algo que me ilusione de tal manera que consiga incorporarme inmediatamente. Y si esto tampoco funciona, por encontrarme en uno de esos días en los que ni yo misma me entiendo, entonces es imprescindible que me levante de la cama para hacer algo al respecto, pues es inaceptable conformarse con que el olmo no dé peras... habrá que plantar el peral, no?!


    El segundo momento imprescindible es la ducha. Tengo por costumbre hacerlo por la noche (por la mañana me aseo a conciencia, no vayas a pensar que salgo a la calle tal cual me levanto) y con el agua a la temperatura idónea para enrojecer mi piel debidamente. He de reconocer que más que una necesidad la ducha se ha convertido en un placer, pues después de la vorágine del día llega el esperado relax. Mientras me enjabono repaso la jornada y una vez soy capaz de reconocer preocupaciones, contratiempos y malos rollos habidos durante el día los expulso por el sumidero junto con el jabón. Podemos decir que así lavo cuerpo y mente. Resulta más plástico cuando me lavo el pelo, esto es día sí día no, pues parece que mis malos pensamientos salen de las mismas raíces capilares para terminar, literalmente, resbalando hasta desaparecer. No suelo cantar bajo el agua, pero es un arma infalible cuando algún pensamiento se agarra a mi cerebro intentando rebelarse contra su inevitable final. Cuando se cuela alguien en el cuarto de baño importunando mi aislamiento, también canto, aunque casi entre sususrros, como tratando de esquivar una más que probable conversación. Blanquear la mente requiere destreza y sobre todo soledad. Lo primero se adquiere con el ejercicio, lo segundo es harto complicado conviviendo con una familia numerosa en la que predominan las mujeres. Es cierto que las féminas somos dadas a las conversaciones en el cuarto de baño, especialmente mientras una de ellas está sentada en el inodoro dando rienda suelta a sus necesidades fisiológicas -los mayores secretos femeninos se han desvelado en los cuartos de baños; ay, si los lavabos hablaran...- Soy asidua practicante de este arte del bla bla bla de toilet, pero mi ducha no es momento de charla sino de meditación.


   Y al fin llega el momento más importante: los preparativos para dormir. Es todo un ritual que sigo de forma inconsciente al objeto de conciliar lo que los entendidos llaman un sueño reparador. Tras lavarme los dientes, me fumo un cigarro pausadamente. Absurdo, lo sé, debería hacerlo en orden inverso, pero me resulta más placentero de este modo. Soy de naturaleza nerviosa, pero nerviosismo del que va por dentro, el peor de todos, herencia de mi madre, supongo, porque de mi padre no lo he recibido, desde luego, y la última dosis de nicotina del día es idispensable para que mis nervios se vayan a dormir conmigo, pues se aplacan con cada bocanada de humo que se escapa por la ventana de la cocina, único lugar de la casa donde se me permite fumar, y a Dios gracias, bueno a mi madre para ser exactos. Meterme en la cama es otro de los placeres cotidianos, y llega el éxtasis cuando las sábanas están recién puestas limpias. Acomodada, en la postura perfecta, escucho mi programa de radio preferido en esta franja horaria y/o leo cuanto mi cansancio me permita hasta quedarme completamente dormida. Suelo escuchar una locución de relajación que consigue destensar todos los músculos de mi cuerpo y, aunque siempre fui reacia a todo lo que rodea el mundo de la psicología, recomiendo esta terapia fervorosamente porque no sólo duermo como un bebé, sino que me levanto como una rosa, en condiciones óptimas para afrontar el nuevo día.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cómo es? "hoy puede ser un gran día". claro, si te quedas en la cama te lo puedes perder...

B. G. R. dijo...

eso es. En la cama seguro que no te vas a enterar de lo que pasa ahí fuera.