martes, 25 de enero de 2011

Confidencias




   Todos necesitamos en nuestra vida un confidente. Acabo de ver que la Real Academia Española acepta confidenta -qué espanto-, empeño éste que me saca de mis casillas, así que sólo (acentuado, por favor) voy a utilizar el masculino porque, a diferencia de este Organismo y del enfermizo activismo feminista, no me resulta ofensivo utilizar el género masculino para designar también el femenino, que sería lo correcto por tratarse de un participio activo. Quienes me conocen saben de mis habituales desacuerdos con la novelería de la RAE, pero esto lo dejaremos para otro día.

   El confidente es aquél o aquélla bajo cuyas alas corremos a cobijarnos cuando tenemos un problema porque es quien nos organiza el cerebro en los momentos en que algo lo ha desestructurado por completo, aportándonos la tranquilidad necesaria para dilucidar las posibles soluciones y afrontar el problema.  

   Su opinión nos es válida per se. No importa que su punto de vista sea contrario al nuestro porque muchas veces es precisamente lo que buscamos,  otro punto de vista que nos libere del que nos está cegando.  Es a quien necesitamos cuando estamos apesadumbrados, en quien primero pensamos cuando nos ocurre algo importante, a quien revelamos nuestros secretos y pedimos ayuda sin previa meditación.

   Sin confidente nos hallamos perdidos. Puede ejercer este digno rol un amigo, una amiga, una hermana o hermano, un padre -incluye madre, no empezaremos otra vez con los feminismos absurdos-, cualquier familiar cercano o no... el que mejor juega el papel: la pareja. Pero por experiencia sé que la pareja es, aunque doloroso, fácilmente sustituible. El vacío de un confidente solamente lo llena la soledad. Soledad, sin duda el peor de los sentimientos.

   Yo tengo confidente y hay que reconocerle el arduo trabajo que tiene conmigo porque me confieso reservada, sin vanagloriarme de ello. Y si te estás dando por aludido o aludida entenderás que este blog va dedicado a ti y que con estas letritas te estoy dando las gracias.

viernes, 21 de enero de 2011

Efecto Disney



   Hace unos días estuve viendo con mi sobrina -otro día hablaré de mis tres amores que son mis sobrinos- todos los vídeos que encontré en internet sobre las Princesas Disney, obviamente todos los que no están adulterados por mentes perturbadas que se dedican a poner en boca de las cándidas princesitas ciertos diálogos indecorosos que son francamente ofensivos para cualquier fan del mundo Disney, porque hay que estar muy enfermo para rodar una versión porno de "Blancanieves y los siete enanitos".

   Como decía, a mi sobrina le ha dado por Ariel, Cenicienta, Blancanieves, Aurora, Bella y Jasmine y tiene muy claro que cuando sea mayor lo que quiere es ser Princesa. Claro, una princesa no hace nada, vive en un castillo y siempre se casa con su príncipe azul. ¡Bendita inocencia! Sólo tiene cuatro añitos, así que me abstengo de mostrarle la realidad. Dejaremos que disfrute de los cuentos antes de que, como todas, se dé cuenta de que son más numerosos los sapos que los príncipes, que las medidas de su castillo se reducen a una décima parte de lo que imagina y que del farniente, niente de niente.

   Es vergonzoso pero, a mis treinta y dos años, sigo padeciendo el Efecto Disney. Después de la sobredosis de las Princess con mi sobrina, juro que llevo varias noches soñando con nuevas historias de amor de lo más candorosas (a los amantes de los "siete enanitos viciosos" os comunico que no hay escenas tórridas). Siempre son encantadores morenazos de quitar el hipo con cuerpos diez a los que conozco en sitios inverosímiles y en un momento, ¡zas! surge un flechazo y el beso de final de cuento, y luego una nueva escena y ¡zas! otro flechazo seguido de beso y otro y luego otro y así varias noches seguidas.

   Don Walter Elias Disney: soy soltera y feliz -como decía aquel anuncio de la tele-, así que, donde quiera que estés, criogenizado o no, deja de mandarme señalitas mientras duermo, por favor.