lunes, 13 de diciembre de 2010

Troisième jour

(lo peor que le puede pasar a un croissant - parte III)


Tour parisienne: día de emociones

   Nos levantamos perezosos, pues los dos días anteriores han hecho mella en nuestros cuerpos, pero con la ilusión de descubrir todos los rincones de la ciudad. Soy la última en ducharme y como no tenemos tomada la medida del calentador me toca el agua fresquita, fría y finalmente helada, que va muy bien para el cutis y para desperezarse, dicen -menos mal que soy de ducharme por la noche y sólo se trataba de una agüita rápida-. Partimos media hora más tarde de lo previsto hacia el metro más cercano (Miromesnil) para ir a parar al Boulevar Haussman (Richelieu) donde seguimos sin desayunar. Allí nos encontramos con una cabalgata en honor de no sabemos qué, mientras buscamos desesperados dónde ingerir un café calentito y algo sólido. Es domingo y hasta los Starbucks están cerrados. Al parecer no es costumbre parisina desayunar los domingos en la calle, claro que el clima tampoco invita a ello. Al fin encontramos una cafetería y saboreamos el primer café y el primer croissant. A lo largo del viaje nos daremos cuenta de que da igual dónde lo pidas porque el café siempre va a saber a agua sucia y el croissant siempre va a estar delicioso. Por cierto, ya hemos aprendido la estrategia para subir todos a la vez en el mismo metro: nos repartimos las tres puertas del vagón en grupos de dos, nos lanzamos adentro sin miramientos y una vez en el interior gritamos a la española un "¿estamos todos?"; si hay algún rezagado el resto le espera en la siguiente estación, lo que ya hemos tenido que poner en práctica en el primer transbordo.

   Nos dirigimos a Sacre Coeur en metro. Con el estómago lleno y las vejigas vacías es más fácil sobrellevar el frío. Dicen que el trayecto por las escalinatas es muy bucólico, pero la primera llovizna y una tarjeta de transporte para cinco días nos empuja a coger el funicular. Tengo unas ganas locas de ver tan mencionada basílica y la subida se me hace interminable. Al fin, allí estoy. En el mirador, observando toda una escala de grises que difumina París, con uno de mis edificios más soñados a la espalda y, por si fuera poco, oyendo "Ballade pour Adeline" salir de un arpa tocada con sumo virtuosismo. Lo confieso: me embarga la emoción y no puedo reprimir unas sensiblonas lagrimitas. Después de ver su magnífico interior con justo detenimiento -recordemos que los controladores aéreos españoles nos han robado un día entero-, nos dirigimos a pasear por Montmartre, en cuyos rincones se respira el arte que nos muestran los pintores en su plaza principal. Siguiendo nuestra intuición, vamos a dar con el Molino Rojo. No sé si lo he dicho ya, pero en esta ciudad es más valiosa la intuición que la orientación, algo a tener en cuenta si viajas a París.

   Ante el Moulin Rouge nos hacemos las pertinentes fotos mientras elucubramos sobre las maniobras terroristas de un tipo, que bien podría pertenecer a Al Qaeda, que hace fotos metiendo una cámara minúscula por unas rejillas del suelo. El Molino es tal cual lo había visto en las fotos, evocando los cabarets de la Belle Époque pintados en los carteles de Toulouse-Lautrec. Una maravilla que, seamos justos, es obra de un español. Nos ha entrado hambre y con los horarios europeos es mejor no jugar. Aunque C cree que Pigalle no es una buena opción para comer por tratarse de un barrio de pilinguis, el resto la convencemos argumentando que ellas también tienen por costumbre alimentarse, confiando en encontrar alguna crêperie. Tenemos suerte y entramos en una donde, carta en mano, surge el dilema de si pedir una crêpe galette o crêpe omelette. Por lo visto una de las dos no es blanca y por unanimidad nos decicimos por la galette que, ley de Murphy, es la oscura. No es lo que esperábamos y está algo dura, pero nos sienta très bien. Nos quedan un par de horas de luz, así que nos ponemos en marcha, otra vez bajo agua nieve. Por supuesto, antes A tiene que pasar por el wc, cuya puerta está pegada a nuestra mesa. Nos quedamos más tranquilos cuando A nos explica que con el constipado ha perdido el olfato, porque el hedor que ha dejado la "señora" que ha entrado antes que ella nos ha revuelto el estómago a todos y A ha aguantado 10 minutos como una campeona.

   Ahora toca Saint Germain des Prés. Es un barrio de tradición intelectual, aunque no vamos a sentarnos en el Café de Flore frecuentado en el siglo pasado por Sartre o en la Brasserie Lipp esperando encontrar a algún famoso que con toda probabilidad no reconoceríamos. Vamos a pasear por sus calles y a entrar en su espléndida abadía.  Al salir del metro hay una banda de jazz y, por la debilidad que un día me contagió un buen músico del que tanto me acuerdo en este viaje, tengo que detenerme a escuchar y colaborar con alguna monedita. Esta vez la emoción me lleva hasta a hacerme una foto con ellos. En París hay música en todas las calles y metros y siempre de sublime calidad. La basílica es una maravilla, pero es una lástima el estado en el que se encuentra. Me topo de bruces con una escultura del Sagrado Corazón que, para esta devota, es la imagen más bonita que haya visto jamás. Una velita y otra vez unas lagrimillas. Ya lo he dicho, es día de emociones. Al salir de allí, justo antes de que empiece la misa que, para nuestra curiosidad, resulta ser en español, damos una vuelta por los puestos navideños que se sitúan en la misma plaza y luego un par de tiendas recorriendo el boulevard iluminado.

   La siguiente parada es la Iglesia de Saint Sulpice en cuya plaza también hay puestos de Navidad emanando dulzones aromas que empezamos a aborrecer. En su interior -nos cuesta encontrar la puerta oculta entre tanto andamio- jugamos con las placas del suelo que señalan los equinoccios intentando emular a Silas en El Código Da Vinci, pero no acabamos de visualizar la famosa Línea Rosa. La Iglesia es de una altura impensable y de nuevo me entristece el estado en que se encuentran sus vidrieras y la ornamentación de columnas y bóvedas. "Estamos en un país laico" me dice S, apenada también por el deterioro de tan hermosa construcción. Nos quedamos unos largos minutos sentados en los últimos bancos intentando recuperar fuerzas para seguir el tour marcado. Creo que es el lugar del que más fotos tenemos tomadas desde el mismo punto. Al fin me decido a poner al grupo en marcha: on y va! (que ya lo he aprendido y espero se escriba así). No tiene efecto. Pasados otros largos minutos, la misma inercia nos obliga a levantarnos, pero muy muy despacito. El cansancio se palpa ya a la legua.

   Siguiente parada: Latin Quarter. Por el camino nos detenemos en un puente del río y, de pronto, allí está, con sus dos torres iluminadas elevándose sobre la otra orilla. Notre Dame a nuestro nordeste. Qué emoción (sí, de acuerdo, unas lagrimillas más). Siento que ésta va a ser la imagen de la ciudad que guardaré para siempre en mi memoria. Seguimos el camino hasta el barrio latino, cuyas calles están llenas de vida en contraste con el resto de la ciudad. Vamos a una tiendecita de complementos que nos han recomendado pero hoy domingo está cerrada. Lo mismo ocurre con una chocolatería y una de exquisiteces de aceite de oliva. Decidimos sentarnos a cenar en una hamburguesería de lo más chic que está situada en un precioso pasaje que descubrimos por casualidad -veto la brasserie de al lado donde acabo de ver colarse una rata-. La cena es amenizada por las parejas que están a nuestro alrededor, que dan rienda suelta a sus amoríos. Una velada divertidísima en la que comentamos el panorama sin reparos en la creencia de que nadie entiende nuestro idioma. Si no es así más vale salir corriendo antes de que nos linchen. Claro que hay que esperar a A que ha ido de excursión al wc que se encuentra en otro piso. Debe estar muy lejos porque ha tardado un siglo.

   Después de la cena copiosa lo mejor es ir caminando al apartamento. Mi pie ya se resiente, pero no pienso renunciar a un paseo nocturno, ahora que no llueve y parece que hace menos frío.  Volvemos a cruzar el Sena por cuarta o quinta vez, así que decido olvidarme de mi pésima orientación y dejarme llevar por quienes manejan los mapas. Enfilamos la Rue de Rivoli hasta dar con el Louvre. La pirámide iluminada es una maravilla. Tuileries, Place de la Concorde, Champs Elysées. Qué ciudad más hermosa. Tengo que volver otra vez para verla con más detalle.

   De vuelta al confortable apartamento, sin botellas de agua ni rollos de papel higiénico -no sé en qué pensaba la agencia cuando nos dejó dos rollos para cinco días a un grupo de seis en el que somos cinco féminas-.  Menos mal que mañana es lunes y el súper de la esquina estará abierto. Ahora hay que organizar las visitas a los museos porque tenemos un pase para dos días consecutivos y unos cierran los lunes y otros los martes, justo los días de los que disponemos. Otra vez nos acordamos de las madres de los controladores que nos han cambiado todos los planes. Una vez organizado el plan du musée, coordinamos las duchas nocturnas con las visitas al wc de A (esta chica empieza a preocuparnos). A la cama, con la tele encendida, claro, aunque no entendamos ni media palabra. Por suerte no me toca la primera en ducharme por la mañana y podré descansar media horita más. Me acuesto pensando en  que todo lo que he visto hoy bien vale la inflamación de mi pie y me quedo dormida por el agotamiento lógico que provocan tantas emociones vividas en un mismo día.

Son las 02:00 am.





3 comentarios:

melkarr dijo...

Disculpe, estimada BGR:
¿Usted, duchita rápida?

B. G. R. dijo...

Querido Melkarr: una ducha para seis personas no da para mucho más!

Anónimo dijo...

Sgue!!!que esta genial!!!