viernes, 17 de diciembre de 2010

Sixième et dernier jour

               
                                                          (lo peor que le puede pasar a un croissant - parte VI)


Día de retorno: luchando contra las adversidades


   Me levanto somnolienta directa a la ducha. He querido ser sigilosa para evitar que se me colara A, como de costumbre, pero ha sido una maniobra inútil. Menos mal que la sopa verde de anoche la ha resucitado y se encuentra perfectamente porque hoy es día de ajetreo y pinta frío, frío, frío. Todos en pie y con las maletas listas para cerrar. Todavía está J en la ducha mientras el resto ya estamos preparados para bajar a desayunar y a mí me entra un apretón de aquéllos que erizan el cuerpo entero, así que no me lo pienso dos veces y bajo, acompañada de C y N, a la cafetería. Después del alivio, ya hay sitio para un par de últimos croissants y el cafe creme, que me hace ir al wc de nuevo. Las provisiones de bollería hoy han sido acertadas y me da remordimiento de conciencia no comentarle al camarero que mañana no vamos a volver y le van a sobrar pastas para dar y tomar.

   Vamos a la agencia para dejar el equipaje. El camino en metro es una odisea porque no hay escaleras y, entre el cansancio acumulado y los regalos comprados, las maletas pesan más que a la ida, ¡qué se le va a hacer!, por suerte al aeropuerto iremos en taxi. De camino a nuestro siguiente destino pasamos por la Place Bastille, símbolo de la Revolución Francesa y en cuyo centro aguarda la Columna de Julio conmemorando la primera monarquía constitucional del país galo. A toda prisa llegamos a la Place des Vosges. El día se presenta muy feo y esta bella plaza residencial, donde vivieron escritores del Romanticismo como Víctor Hugo o Theophile Gautier, pierde todo su encanto mostrándose casi inhóspita y con sus jardines cubiertos de fango. Es una lástima, pero cuando vuelva será visita prioritaria.

   De allí nos vamos rápidamente hacia otro punto obligado: Arc de Triomphe. Construido bajo las órdenes de Napoleón, es un monumento colosal, como todo aquéllo que este personaje mandó levantar, cuyo  interior es digno de ser observado con detenimiento. A sus pies se encuentra la Tumba al soldado desconocido, en honor a aquéllos que murieron por la patria en la Primera Guerra Mundial. La solemnidad del lugar es sobrecogedora.

   Bajamos Champs Elysées paseando y de nuevo comienza a llover, agua nieve. Nos refugiamos en las tiendas que llaman nuestra atención, como si fuéramos unos turistas de lujo, aunque no compramos prácticamente nada. Llegan las rencillas clásicas de todo viaje debido al cansancio acumulado, a la contrarreloj a la que nos enfrentamos y al clima agotador. Lo mejor es dividir el grupo y quedar en un punto en un par de horas para que cada cual siga el ritmo deseado. Ha empezado a nevar y se ha levantado ventisca. Hoy no nos hace tanta gracia, pues ya no podemos mojar nuestras ropas porque no tenemos dónde secarlas. El frío empieza a ser insoportable, pero nosotras seguimos haciendo fotos ante las estampas navideñas que se nos van presentando. Decidimos acudir al punto de encuentro antes de la hora indicada. Pasamos por la Place de la Concorde que esperábamos ver soleada en el día de hoy y sin embargo están cubiertos de nieve hasta el Obelisco y la Noria y la ventisca hace que los copos se nos claven en la cara como cuchillas. Corremos para atravesarla y aún tenemos humor para tomar unas fotos de la que hoy bien podría ser la Plaza Roja de Moscú. Seguimos corriendo admirando el alto nivel de la zona por la que pasamos. Hasta un impermeable para bolso Hermés llevaba una señora ataviada con sus pieles.

   Al fin llegamos a la Madeleine, la Iglesia que tanto deseaba visitar, aunque ante los esfuerzos que hay que hacer para subir los escalones sin resbalar ya no me apetece tanto. Supongo que las vistass desde lo alto de la escalinata deben ser impresionantes, pero hoy no se vé ni la acera de enfrente. Hemos llegado a tiempo y allí está el resto del grupo que también ha venido a cobijarse en su interior. Hoy sólo nos quitamos los gorros, y por respeto, porque no apetece deshacerse de los guantes y las bufandas, que ya empiezan a estar húmedos. Dicen que el interior de la Iglesia no es tan interesante como el exterior, al modo de los templos griegos, pero a mí me emociona la sobriedad del lugar que invita a la oración, con bellísimas esculturas perfecamente dispuestas a los lados y un altar hermosísimo que no puedo dejar de observar. La imagen de Santa María Magdalena es magnífica y no puedo irme sin rezarle y encenderle una velita.

   Con el ambiente más calmado, el del grupo digo, salimos escopeteados a buscar un restaurante donde refugiarnos. Un italiano de precios asequibles nos parece perfecto a todos, así que allá vamos. Alargamos la comida un par de horas esperando entrar en calor y que amaine el temporal. El problema es la ropa mojada, así que una vez hemos terminado nos dividimos por parejas para secar nuestras ropas en el secador de los baños que están en el piso de arriba. Sólo quedan C y A, que siguen bajo el calefactor improvisado, cuando de repente vemos corretear un ratón desde la cocina hasta la escalera de acceso al piso superior. Es mejor que la "ratafóbica" de C no se entere y, mientras las esperamos, S no sabe quiere irse de allí o subirse en la silla. Finalmente nos vamos de allí a toda prisa. "No nos podemos quejar, hemos visto hasta a Ratatouille" dice N dando el toque humorístico, como siempre.

   Nieva demasiado y empieza a preocuparnos el retorno a Barcelona. Aún así todavía tenemos que visitar la Place Vendôme y decidimos hacerlo, a pesar de que no es lo recomendable. Los edificios que la rodean son monumento histórico y, bajo la nieve y con la iluminación navideña de las joyerías y del Hotel Ritz, la plaza se presenta con una belleza inigualable. Tres fotos y salimos corriendo, bueno a paso ligero para evitar las caídas. Nos cobijamos bajo los soportales de la Rue Rivoli que bordea los jardienes Des Tuileries donde hay que immortalizar la que sin duda va a ser una nevada histórica. Cada vez nieva más y estamos realmente preocupados por nuestro retorno. Nos dirigimos en metro a la agencia.

   En la agencia nos pintan un panorama complicado. Es una lástima estar en París queriendo estar en tu casa, pero es lo único que deseamos todos. El aeropuerto de Charles de Gaulle de momento no está cerrado, pero en taxi no llegaremos. La mejor opción es el tren, aunque ya hay alguna línea de ferrocarril cortada. Después de pelearnos con el ordenador para sacar las tarjetas de embarque, N y C no lo han conseguido, salimos a toda prisa por la avenida hasta la boca de metro. La escena es la siguiente: tirando de las maletas que se atascan en el hielo, con frío y viento al que no estamos habituados, los paraguas cerrados, y yo, encima, cojeando. Seguimos sin escaleras por los metros y a los parisinos les molestan nuestras maletas. La estación de tren está abarrotada y nos las vemos y deseamos para conseguir subir todos a la vez en el mismo vagón. Cuando ya lo logramos, los parisinos de nuestro vagón, en su faceta más cargante, se alían para reprendernos por ocupar tanto espacio con nuestras maletas. No es culpa nuestra que el tren que va al aeropuerto esté preparado sólo para el viajante mochilero, pero temo que se amotinen y nos echen del tren en la siguiente parada. Menos mal que con nosotros se ha subido una española y un japonés que sabe nuestro idioma y nos dicen que no nos preocupemos porque, ya se sabe, los franceses son muy suyos. Tal situación nos provoca varios ataques de risa, lo que hace más ameno el eterno trayecto. No veo muy claro que lleguemos a nuestro destino y menos cuando un pasajero completamente enajenado comienza a gritar improperios de lo más desagradables, contra nosotros primero y contra nuestra nueva amiga después, y se inicia una pelea con tres jóvenes que consiguen calmarlo. Por suerte no sacan armas blancas, como yo imagino.

   Al fin en el aeropuerto. La gente ociosa es señal clara de que el aeropuerto está cerrado. Yo no quiero volar en esas condiciones, así que tampoco me importa demasiado, pero cuando nos dicen que tendremos que dormir en el aeropuerto comienzo a rezar para que salgamos cuanto antes. Para colmo me he quedado sin batería y no puedo comunicarme con los míos directamente para tranquilizarme, como hago siempre antes de subir a un avión, y necesito mi calmante en forma de voz al otro lado del teléfono. Deja de nevar y nos reubican en un vuelo que saldrá esta misma noche, pero ahora tengo que volar sola. Tengo el pie tan inflamado que después de quitarme la bota para pasar el control de seguridad he visto las estrellas al volver a colocármela. La puerta de embarque anuncia un vuelo a Madrid pero nos dicen que también es la nuestra; no sabemos si las maletas llegarán; nos tienen tres cuartos de hora esperando en la jardinera con la puerta abierta a no sé cuántos grados bajo cero; en el avión no hay servicio de catering porque el camión no ha podido llegar... tengo ganas de llorar pero sé que es por los nervios previos a un vuelo y por el dolor de pie, así que me contengo a duras penas. Al fin resulta que me puedo cambiar de sitio. Qué bien, porque mi antipático compañero ya ha mostrado su talante parisino cuando ha tenido que dejarme pasar y además así podré jugar con la DS contra N y C. Como por arte de magia el cielo comienza a despejarse e incluso se ven las estrellas. Esperamos a que bañen el Airbus 318 en anticongelante -protocolo de nieve, nos han comunicado-, pedimos una manta, que resulta ser la única disponible y que está usada, y así calentitas y rendidas nos quedamos dormidas mientras el avión despega.

   No sé cómo lo hemos conseguido, pero estoy durmiendo en mi cama, con mi maleta en casa y dando gracias a Dios por este puente, aunque haya transcurrido con tantas contrariedades y en estas condiciones adversas de las que hemos salido siempre bien parados. Es madrugada, estoy rota y en pocas horas empiezo mi jornada laboral.

Hasta aquí el que ha sido un atípico pero muy feliz viaje.

Cinquième jour

(lo peor que le puede pasar a un croissant - parte V)


Día de infortunios:

   A las 06:45 am suena la alarma de A. Ha estado sonando un buen rato y, por lo visto, he sido un poco desagradable cuando le he ordenado apagarla de forma un tanto despótica. Hoy la primera es C, en ducharse digo, porque en pasar por el inodoro es A, que se ha colado como siempre. Tres cuartos de hora más tarde de lo previsto ya estamos todos sentados en la cafetería de enfrente del apartamento. Sólo hemos tenido que cruzar la calle pero ya hemos notado el frío en nuestros cuerpos. El cielo está completamente cubierto y las nubes amenazan con romper a nevar de un momento a otro. "Ayer también decían que iba a nevar" dice N y el resto esperamos que las predicciones sean tan acertadas como en el día anterior. Hoy es el segundo día de museos, así que el desayuno se alarga lo suficiente como para poder completar nuestra apretada agenda. S se ha dado cuenta de que mojando el pain au chocolat en el café, un solo trago basta para beber el líquido restante. Es una buena idea, pero prefiero no estropear mi delicioso croissant.

   Nuestro primer destino es el Musée d'Orsay, una antigua estación de ferrocarril habilitada como museo, que reúne grandes obras impresionistas. Pintura e Impresionismo, dos variables idóneas para un conjunto perfecto. No hay que hacer cola, la suerte está de nuestro lado. Tenemos dos horas para recorrer todas sus salas y, aunque parece insuficiente, recordemos que el Louvre lo recorrimos prácticamente en el mismo tiempo. Consta de una sala principal diáfana presidida por un enorme reloj del siglo pasado que, lejos de apresurar al visitante, se muestra impasible para detener el tiempo. Nos encontramos con varios inconvenientes: primero la nueva prohibición de fotografiar, que nos saltamos a la torera,  en segundo lugar la rehabilitación de la planta superior a la que no podemos acceder por más que lo intentamos y por último, el mayor de los infortunios, la colección de Monet se ha visto reducida a la mínima expresión por traslado de su obra, que se expone estos últimos meses en no sé qué museo, me huelo que en Madrid. Estos obstáculos no me impiden deleitarme con las bailarinas de Degás, las bañistas de Renoir, los bodegones de Cézanne, los retratos de Manet, las pinceladas de Van Gogh, las tahitianas de Gauguin, los cabarets de Toulouse Lautrec, Matisse, Pissarro, Corot, Delacroix... ¡qué maravilla de colección! El contraste en sus coloridos, luces y sombras perfectas, detallados paisajes, el puntillismo... ¡qué placer para mis sentidos! Me sorprendo a mí misma alelada ante un limón al óleo que me resulta de una perfección absoluta. En una de las salas laterales, cuando decido abandonar la pintura para otorgar los últimos minutos a la escultura, allí en lo alto, como una aparición celestial, un lienzo de 3 metros que sólo puede ser de Sorolla. Me acerco para comprobarlo con la típica excitación del alumno que ha resuelto bien su examen y, efectivamente, "La vuelta de la pesca" de Don Joaquín, mucho más impresionante que sobre el papel de un libro de arte. Me enternece pensar en la sorpresa que hubiera causado a un entusiasta del Maestro del que me acuerdo mucho en este viaje.

   Al salir nos encontramos con S y J que han ido a una tienda especializada en quesos a comprar lo propio para sus familiares. Nos comunican que ha empezado a nevar y la noticia nos enloquece. "Ya que hace tanto frío, por lo menos que veamos la ciudad blanca" digo yo, a lo que C me contesta que no hace tanto frío porque si nieva es porque estamos a cero grados, algo que ninguno nos atrevemos a rebatir dado que la fuente proviene de una habitante (que no habitanta) de un gélido pueblo catalán y debe conocer los fenómenos atmosféricos mucho mejor que nosotros.  Con la emoción, hemos perdido otra media hora haciendo fotos, pero merece la pena porque en nuestra ciudad escaseamos de estos regalos invernales. Y es que Barcelona se ha olvidado de nevar y cuando se toma la liciencia de recordarlo pasa lo de este último año.

   Ahora toca correr, pero decidimos no hacerlo para evitar algún que otro patinazo tonto sobre el hielo. Vamos en metro en busca de Napoleón. El camino desde la salida del metro se hace complicado, pero nos sigue divirtiendo pasear bajo los copos, cada vez más grandes, y lo immortalizamos todo a pesar de que empieza a ser inaguantable sujetar cámaras y móviles con las manos desnudas. Llegamos a Les Invalides, un palacio soberbio, real capricho de Luis XIV -de Francia, se entiende-. La entrada al palacio se ofrece espléndido, con sus jardines frondosos y la gran cúpula dorada teñidos de blanco. Tampoco aquí hacemos cola. El palacio y sus patios son colosales y nos preguntamos cómo aguantarían los veteranos de guerra entre aquellas heladoras paderes. Nuestra nula afición castrense nos obliga a pasar de largo el museo del ejército, que también se halla en su interior. Vamos directos a contemplar el ostentoso mausoleo de Napoléon. Me conmueve que un personaje que se hace construir un sepulcro imperial de este calibre tenga el  detalle de compartirlo con sus hermanos y sus generales, cuyos sarcófagos se repaten por el recinto orientados hacia el centro donde, evidentemente, reposan los restos del protagonista. En la cripta circular se puede observar leyendas de su Código Napoleónico, lo que despierta la curiosidad de cualquier estudiante o licenciado en Derecho, así como las batallas y las hazañas de este personaje, destacando, entre otras, las conquistas españolas, lo que revuelve mi estómago patriota-histórico y me empuja a buscar desafiante el nombre de Waterloo por todas las paredes pero, como era de esperar de este tipo tan arrogante, no aparece. 

  Dejamos el palacio teorizando sobre la personalidad de quienes se hacen construir lugares tan suntuosos. Es lo que tiene viajar con una psicóloga. La reflexión dura poco porque nuestras neuronas empiezan a constiparse y es que es muy bonito ver nevar, pero desde la ventana de una habitación al abrigo de una chimenea. Decidimos ir a comer sin más demora -salvo unas fotos y una guerra de bolas- en el restaurante italiano de la esquina. Quédate con este nombre: "Romantica Caffe". Resulta que el plato star es la siguiente exquisitez a la que nuestros paladares snobs y sibaritas no pueden resistirse: Linguine alla panna leggera di salvia, flambé nella forma di parmigiano. Su preparación es todo arte y, para esta aficionada a la pasta, es el mejor plato que haya probado jamás -claro que no he visitado Italia todavía-. Cómo no, tengo que degustar el tiramisú para otorgar al restaurante la nota global, que desde luego es de matrícula de honor.

   Salimos del restaurante esquivando la nieve deterrida que cae a chorros desde el toldo, directos hacia nuestro nuevo destino: la Tour Eiffel. Podemos pasear con calma porque, aunque hace bastante frío, ahora sólo llueve. Creo haber contemplado la torre desde todas las perspectivas que ofrecen los rincones de la ciudad, además de verla en televisón e internet y ojeado en tantos libros y guías turísticas. De gris o de negro, iluminada de dorado o de azul o de bleu-blanc-rouge, o parpadeando luces blancas ... y, sin embargo, hasta que no te encuentras a sus pies no te das cuenta de la inmensidad de la obra. Un gigante de hierro que empequeñece al visitante demostrando con orgullo la grandeza de esta ciudad. En mi opinión, el tamaño de la estructura es excesivo, de hecho no consigo ver donde acaba porque el tercer nivel y la antena se esconden en una inmensa capa espesa de nubes grises. También los alrededores de la torre quedan minimizados por tan descomunal construcción. Champ de Mars debe ser una maravilla en primavera pero hoy, convertido en un barrizal y solitario el parque entre sus charcos, se ha transformado en un incómodo paseo hasta la base del monumento. Para no desmerecer la visita, nos dedicamos a hacernos simpáticas fotos contando anécdotas de palomas dadivosas que van dejando caer regalitos a su paso y hasta compramos algunos detalles en la tienda de souvenirs, para fastidio de los que nos acosan para vendernos horteras llaveros luminosos. Ni siquiera nos planteamos subir a la torre, pues agarrar una pulmonía sin compensación alguna sería de género estúpido. Como ya he dicho, vistas de la ciudad hoy no hay. A las 17:00H nos subimos al metro que nos lleva por debajo del río para luego salir al exterior destino, a nuestra siguiente visita. Cebándose la suerte con nosotros una vez más, resulta que es justamente a esa hora cuando se ilumina la gran torre y sólo podemos observarla  a través de las ventanas del vagón. Vaya infortunio, pues sólo hace cinco minutos estábamos a sus pies.

   El siguiente destino es el Pantheon, en el barrio latino. Cierran a las 18:00H, así que vamos a paso ligero, recomendable además para superar el frío. Después de callejear, conseguimos llegar a sus puertas a las 17:20H. Se trata de una Iglesia, cuya espléndida arquitectura es de inspiracion romana (Pantheon de Agrippa) y que alberga los féretros de personajes tan ilustres como Victor Hugo, Marie Curie o Émile Zola, por lo que con emplear media horita escasa de nuestro tiempo es suficiente. No obstante nos topamos con un nuevo infortunio: el recinto cierra sus puertas a los nuevos visitantes con cuarenta y cinco minutos de antelación, o sea, que ha cerrado hace sólo cinco minutos. Mientras intentamos convencer en vano al vigilante para que deje pasar por lo menos a J, que es quien tiene verdadero interés en ver sus interiores, comienza de nuevo a nevar como una señal del cielo para que dejemos tranquilo al implacable cancerbero.

   Cabizbajos y ya cansados de tantas situaciones adversas, nos vamos a merendar para entrar en calor y para probar una de esas crêpes blancas que se me ha antojado. Recuperamos el humor y de nuevo nos reímos de nuestro viaje gafado. Decididos a seguir en ruta elegimos acudir a los famosos almacenes antes de volver al apartamento. A se encuentra realmente constipada, mucho más congestionada que en los días anteriores, lógico con el día que ha hecho, y decide irse sola, croquis en mano, para esperarnos calentita en la cama, lo que provoca la preocupación del grupo que conoce de su orientación incluso en Barcelona. Por mi cabeza ronda la idea de volverme con ella para descansar, pero pronto me doy cuenta de que esa idea no es mía sino de mi pie, que piensa por libre.

   Llegamos en metro a los almacenes "La Fayette" donde parece que toda la población ha tenido la misma idea que nosotros. Será porque sigue nevando. O será por el "show chaud" que llena los escaparates con monigotes móviles ambientados en la Navidad que hacen las delicias de grandes y pequeños. Toda una demostración de creatividad que nos entusiasma. Alrededor de los almacenes puedo ver la Opera y otro centro comercial conocido que se llama Primtemps" y que también está vestido de Navidad. Algunas puertas del centro comercial "La Fayette" s encuentran cerradas y en las que están abiertas el gentío forma un tapón que impide el acceso. Nuevo infortunio: hoy "La Fayette" ha tenido para con sus clientes la deferencia de cerrar las tiendas para lo que se debe llamar "día de la venta privada", así que sin invitación no se puede entrar. ¡Cómo se les ocurre semejante estupidez! Lo llevamos diciendo todo el viaje, que estos franceses son muy suyos. No puedo contar si son tan espectaculares como me cuentan ni detallar su famosa cúpula porque no logramos entrar. Después de dar muchas vueltas, conseguimos colarnos en el supermercado gourmet, donde está claro que vamos a comprar regalos para los familiares. Para nuestra tranquilidad, A se comunica con nosotros para informarnos de que ya ha llegado sana y salva. Las compras son un éxito, pero con la lluvia helada que está cayendo ahora no sé si la bolsa de papel va a aguantar todo el trayecto. 

   Ya en la puerta de salida se nos antoja una cena exótica, que no un chino cualquiera, y decidimos volver caminando al apartamento bajo una fina lluvia que ya nos resulta de lo más desagradable. El restaurante debe cumplir dos requisitos para que sea del agrado de todos: sushi y tallarines o arroz tres delicias. Haberlos haylos, pero no que reúna estas condiciones, así que acabamos en el tailandés de debajo del apartamento fiándonos del gusto y clase de la desconocida pareja que acaba de entrar. En el restaurante, que resulta ser todo un tailandés de postín, lo pasamos en grande dando la nota a la española. Nos reímos de todo: del nombre de los platos, del mal humor de la camarera que se empeña en que hemos pedido raciones escasas, del sabor de la comida, del color verde fosforito de la sopa que llevaremos a la enfermita y hasta de la clavada por dos platos de pinchitos de gambas cuyo precio nadie pensó en contemplar. Así, riéndonos de nuestras tonterías, quizás fruto del cansancio, llegamos a nuestro apartamento donde sin pensarlo en exceso nos duchamos y a la cama. Antes de acostarme bajo a fumar un cigarro que, en el silencio de la noche, menos fría que la tarde, y acompañada con el móvil en la mano me da el relax necesario para dormir tranquila.

   01:20am:  mañana me levanto la primera a las 06:45am para hacer mi equipaje mientras el resto se asea y recoge sus cosas. Estoy tan cansada que no me puedo dormir y el pie me da el segundo aviso, está claro que necesita una tregua. "Lo siento chico, un poquito de Arnica y a coger fuerzas porque mañana es el último día y tendrás que funcionar a la perfección". Aunque parezca una locura hablarle a un pie, a veces tratarle de tú me funciona. Ya veremos qué pasa mañana. Bonne nuit!

martes, 14 de diciembre de 2010

Quatrième jour

 
(lo peor que le puede pasar a un croissant - parte IV)


"Es que los franceses son muy suyos":

   A las 06:45 am ya estoy despierta. N se ha levantado dispuesta a ducharse con mucho sigilo, pero es lo que tiene dormir en el comedor, que te acuestas la última y te levantas la primera. Por cierto, A se ha colado en el baño con una imperiosa necesidad fisiológica. ¡Qué capacidad la de esta chica! Remoloneo en la cama esperando mi turno. Una vez preparados, salimos todos juntos a desayunar, cómo no, media hora más tarde de lo previsto. La cafetería de enfrente es perfecta porque tiene un café que despertaría a un muerto. Acabamos con las existencias de croissants y rezamos para que la previsión del camarero para el día siguiente sea más certera. No nos hace mucha gracia la guasa que se trae con sus clientes que nos miran como si fuéramos de alguna tribu extraña. A lo mejor no les gusta que interrumpamos su rutina mañanera, que los franceses son muy suyos. Nos ponemos en marcha después de hacer uso de nuestras uretras y algún que otro esfínter (es todo un detalle cuando el wc del apartamento no tiene ventilación).

   Hoy es día de museos, así que la ruta está cronometrada al milisegundo. Como llevamos la carta de museos comprada con antelación nos evitaremos las típicas colas que hacen perder tanto tiempo. Nos dirigimos en metro a la Île de la Cité donde se reúnen los edificios que todo turista debe visitar y que tantas ganas tengo de pisar. La ciudad está tranquila y hay muchos comercios cerrados. Pronto nos daremos cuenta de que hoy es San Nicolás, así que otra vez llegaremos al aparamento sin agua y sin papel higiénico -quizás podamos tomar prestado un rollo de algún bar, pero con el agua lo tenemos complicado porque las botellas siempre son de cristal, que es mucho más chic-.

   El primer destino es Sainte Chapelle que, por la cola que aguarda a sus puertas, debe ser impresionante. Por lo visto han cambiado las normas y el pass museum no nos acredita suficientemente. Vamos, que hay que hacer la misma cola. Media hora más tarde, permaneciendo en la calle bajo nuestros paraguas y con el frío metido en los huesos, conseguimos acceder a la entrada. En un minúsculo habitáculo  armado con un arco de seguridad, tres tipos enormes y con muy malas pulgas nos hacen desnudarnos como si del aeropuerto se tratara, para a continuación salir de nuevo al exterior y volver a ponerse abrigo, guantes, gorro, bufanda y paraguas. Será porque el edificio comunica con el Palace de la Justice, pero a nosotros nos parece una aberración. Ya lo digo yo, los franceses son muy suyos. El templo es una maravilla, con sus magníficas vidrieras policromadas enmarcadas por bóvedas y columnas teñidas de azul decoradas con pequeñas flores de lis doradas, símbolo de la realeza francesa. Es una pena que no podamos admirarlo en toda su plenitud porque las vidrieras están en proceso de rehabilitación. Resulta tan cómico como visitar el Palacio de Versalles y que hayan cubierto los espejos del conocido salón por el mismo motivo. Una vez fuera se hace necesario entrar en calor, así que nos sentamos en la cafetería de la esquina a beber algo calentito. No podemos demorarnos por nuestra apretada agenda y porque N y yo nos hemos escabullido de la señora que nos pedía cuarenta céntimos a cada una por utilizar los wc más sucios de toda la ciudad. Todavía me dan arcadas sólo  recordarlo.

   La siguiente visita es La Conciergerie. Se trata de un emblemático edificio que hizo las veces de residencia real para acabar siendo una prisón en la que estuvo encarcelada la mismísima Maria Antonieta. En la planta baja hay una exposición de atrezo de cine de época que nos impide admirar los interiores del edificio. Gracias a tan insulsa exposición posamos en grupo en un fotomontaje saludando a Quasimodo mientras un grupo de escolares nos mira con compasión burlesca. La planta superior es más interesante, pues muestra las prisión con todo lujo de detalles y con maniquíes interpretando toda una serie de personajes carcelarios, como si fueran a cobrar vida de un momento a otro, así como la gélida celda de Maria Antonieta y a Maria Antonieta vestida de luto rezando de espaldas al público y las cadenas de Maria Antonieta y... es francamente espeluznante.

   A paso ligero llegamos a Notre Dame, catedral que se erige esplondorosa hacia el cielo, hoy muy gris. En su interior, el canto gregoriano invita a la paz, que no interrumpe ni el murmullo contenido de sus visitantes ni el sonido de las cámaras apuntando hacia lo alto para inmortalizar sus colosales rosetones y el monumental órgano. A pesar de sus dimensiones, Notre Dame invita al recogimiento. Tras recorrer cada rincón de sus tres naves, el doble deambulatorio y su detallados coro y altar, nos reunimos de nuevo para dirigirnos a la parte superior a la que se accede desde el exterior. Antes de salir, un impulso irracional me obliga a cometer un "acto turista": comprar una moneda dorada en una de esas máquinas expendedoras con la fachada principal acuñada en el anverso. Al llegar a la entrada de acceso a las torres de la catedral nos comunican que el pass museum no nos libra de la larguísima cola que espera resignada en la calle. Por unanimidad decidimos partir hacia el siguiente destino, pues hace frío y las vistas en un día plomizo como el de hoy quizás no merezcan dos horas de nuestro valioso tiempo.

   Comemos en un fast food que se llama "Quick" no sé qué, donde las camareras, muy parisinas ellas, no atienden haciendo honor al rótulo del restaurante. Y es que no se puede aligerar si nos corrigen la pronunciación de cada palabra que decimos en su idioma y cuando pedimos una quiche lorraine, un croissant o una botella de eau, nos lo hacen repetir varias veces para comprobar que somos incapaces de abandonar nuestro acento español. Pues eso, que los franceses son muy suyos. Una comida muy quick y muy divertida, por cierto, con dos ancianas por vecinas que se enseñan fotos de sus cuerpos arrugados en bikini. Para entrar en el wc hay que poner veinte céntimos en una máquina de la puerta y gracias a esto descubrimos la cantidad de españoles que hay en el restaurante, porque nuestros paisanos esperan a que pague el nativo de turno para entrar en tropel antes de que se cierre la puerta. Así somos los españoles, muy nuestros.  Y A no va a perderse la fiesta, claro. Otro café al cuerpo y a correr de nuevo por las rues. Por lo menos ha dejado de llover. O no.

   Llega el momento cumbre del día: el Louvre. Nos parece un milagro no tener que hacer cola. Menos mal, porque ver el museo más importante del mundo en dos horas y media ya es harto complicado de por sí. Despliegue de mapas, cálculo de minutos por planta y a correr. Primera parada: A al wc., lo que se está convirtiendo en un clásico de este viaje. En la planta inferior nos encontramos una exposición de arte moderno que desluce los restos de la fortaleza sobre la que se construyó el museo, por lo que nos la ventilamos en cinco minutos. A continuación una media hora contemplando joyas de la antigüedad: esfinge egipcia, Código de Hammurabi, parte del friso del Partenón, Venus de Milo, Victoria de Samotracia y algunas ninfas y faunos perfectamente esculpidos que me transportan a un mundo de fantasía. Pasamos a la pintura en busca de La Gioconda y me embeleso durante el resto del tiempo con toda la pintura occidental: la francesa de Poussin, Rigaud o Delacroix; la italiana de Caravaggio, Da Vinci o Tiziano; la flamenca de Van Eyck, Van der Weyden o Rubens; y la nuestra, la más admirada en el mundo entero: Goya, Murillo, Ribera, Zurbarán... ¡estoy en el cielo! Anuncian la hora de cierre, y por si no nos dábamos por aludidos, lo repiten en nuestra lengua. Tengo que volver algun día y dedicarle una mañana entera. ¿Dónde está A? Impresionante, ha visitado los wc de cada planta del museo.

   Decidimos volver al Barrio Latino en busca de las tiendas que ayer permanecían cerradas. Eso sí, primero una parada técnica para repostar. En la cafetería nos sirven Café Richard, que no es Nespresso pero sabe mucho mejor que los catados hasta el momento, y unos chocolat chaud que están tan aguados como de costumbre. Hemos tramado la estrategia para el resto del viaje: no tomaremos café si no es de dicha marca y  sólo pediremos lait chaud para diluir nuestro riquísimo Colacao que llevaremos siempre en el bolso. Estómagos calentitos y vejigas vacías, partimos hacias la tiendas en las que ayer no pudimos entrar por ser el día del Señor. Con las prisas A se ha dejado el gorro -¿en el wc quizás?-, pero sólo queda media hora para que cierren los comercios y no hay tiempo para volver a buscarlo. Al final conseguimos llegar y nos vamos sin comprar nada, excepto S, gracias a la que nos llevamos una muestra gratuita: cómo anudarse una pashmina a la parisina. A partir de ahora siempre la voy a llevar así, sin duda, es mucho más chic. Después vamos a la tienda de exquisiteces elaboradas con aceite de oliva y, aunque al principio me parecía una traición a nuestro óleo patrio, la arrasamos entre todos. Para cuando llegamos a la chocolaterie ya está cerrada. Nos parece muy pronto pero, ya se sabe, los franceses son muy suyos. De todos modos, hemos tenido suerte, teniendo en cuenta que hoy, además de nuestra Constitución, se celebra San Nicolás.

   Para acabar la jornada lo mejor es cenar en una crêperie que nos han recomendado. Tampoco cenamos crêpes blancas y éstas, además son sui generis. Consta de una galette, que recordemos es la oscura, que la presentan cerrada y rellena de jamón y queso y sobre esta base reposan los ingredientes seleccionados por el cliente. Raro, raro, raro. Otra cena amenizada con risas y carcajadas. Con los estómagos satisfechos, nos volvemos a nuestro apartamento aprovechando que es teemprano, pues mañana hay que madrugar.

   Una vez en el apartamento confirmamos que no hay acceso a internet desde los móviles. Ya nos lo pareció por la mañana. La contraseña wifi es correcta y da pereza llamar a los de la agencia, aunque ya de paso podríamos pedirles papel higiénico y las almohadas del sofá cama. Después de muchas teorías tecnológicas descubrimos dónde está el problema. Al parecer, anoche C confundió el módem que se encuentra enfrente de su cama con un despertador digital, que es cierto que marca la hora, y decidió deshacerse de su molesta luz a pesar de que no alumbra mucho más que la farola de la calle. Una vez enchufado el modem todo solucionado. El despertador-módem va a dar mucho juego el resto del viaje.

   Duchas, pipís y a la cama. Deben ser las 2:00 am aproximadamente.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Troisième jour

(lo peor que le puede pasar a un croissant - parte III)


Tour parisienne: día de emociones

   Nos levantamos perezosos, pues los dos días anteriores han hecho mella en nuestros cuerpos, pero con la ilusión de descubrir todos los rincones de la ciudad. Soy la última en ducharme y como no tenemos tomada la medida del calentador me toca el agua fresquita, fría y finalmente helada, que va muy bien para el cutis y para desperezarse, dicen -menos mal que soy de ducharme por la noche y sólo se trataba de una agüita rápida-. Partimos media hora más tarde de lo previsto hacia el metro más cercano (Miromesnil) para ir a parar al Boulevar Haussman (Richelieu) donde seguimos sin desayunar. Allí nos encontramos con una cabalgata en honor de no sabemos qué, mientras buscamos desesperados dónde ingerir un café calentito y algo sólido. Es domingo y hasta los Starbucks están cerrados. Al parecer no es costumbre parisina desayunar los domingos en la calle, claro que el clima tampoco invita a ello. Al fin encontramos una cafetería y saboreamos el primer café y el primer croissant. A lo largo del viaje nos daremos cuenta de que da igual dónde lo pidas porque el café siempre va a saber a agua sucia y el croissant siempre va a estar delicioso. Por cierto, ya hemos aprendido la estrategia para subir todos a la vez en el mismo metro: nos repartimos las tres puertas del vagón en grupos de dos, nos lanzamos adentro sin miramientos y una vez en el interior gritamos a la española un "¿estamos todos?"; si hay algún rezagado el resto le espera en la siguiente estación, lo que ya hemos tenido que poner en práctica en el primer transbordo.

   Nos dirigimos a Sacre Coeur en metro. Con el estómago lleno y las vejigas vacías es más fácil sobrellevar el frío. Dicen que el trayecto por las escalinatas es muy bucólico, pero la primera llovizna y una tarjeta de transporte para cinco días nos empuja a coger el funicular. Tengo unas ganas locas de ver tan mencionada basílica y la subida se me hace interminable. Al fin, allí estoy. En el mirador, observando toda una escala de grises que difumina París, con uno de mis edificios más soñados a la espalda y, por si fuera poco, oyendo "Ballade pour Adeline" salir de un arpa tocada con sumo virtuosismo. Lo confieso: me embarga la emoción y no puedo reprimir unas sensiblonas lagrimitas. Después de ver su magnífico interior con justo detenimiento -recordemos que los controladores aéreos españoles nos han robado un día entero-, nos dirigimos a pasear por Montmartre, en cuyos rincones se respira el arte que nos muestran los pintores en su plaza principal. Siguiendo nuestra intuición, vamos a dar con el Molino Rojo. No sé si lo he dicho ya, pero en esta ciudad es más valiosa la intuición que la orientación, algo a tener en cuenta si viajas a París.

   Ante el Moulin Rouge nos hacemos las pertinentes fotos mientras elucubramos sobre las maniobras terroristas de un tipo, que bien podría pertenecer a Al Qaeda, que hace fotos metiendo una cámara minúscula por unas rejillas del suelo. El Molino es tal cual lo había visto en las fotos, evocando los cabarets de la Belle Époque pintados en los carteles de Toulouse-Lautrec. Una maravilla que, seamos justos, es obra de un español. Nos ha entrado hambre y con los horarios europeos es mejor no jugar. Aunque C cree que Pigalle no es una buena opción para comer por tratarse de un barrio de pilinguis, el resto la convencemos argumentando que ellas también tienen por costumbre alimentarse, confiando en encontrar alguna crêperie. Tenemos suerte y entramos en una donde, carta en mano, surge el dilema de si pedir una crêpe galette o crêpe omelette. Por lo visto una de las dos no es blanca y por unanimidad nos decicimos por la galette que, ley de Murphy, es la oscura. No es lo que esperábamos y está algo dura, pero nos sienta très bien. Nos quedan un par de horas de luz, así que nos ponemos en marcha, otra vez bajo agua nieve. Por supuesto, antes A tiene que pasar por el wc, cuya puerta está pegada a nuestra mesa. Nos quedamos más tranquilos cuando A nos explica que con el constipado ha perdido el olfato, porque el hedor que ha dejado la "señora" que ha entrado antes que ella nos ha revuelto el estómago a todos y A ha aguantado 10 minutos como una campeona.

   Ahora toca Saint Germain des Prés. Es un barrio de tradición intelectual, aunque no vamos a sentarnos en el Café de Flore frecuentado en el siglo pasado por Sartre o en la Brasserie Lipp esperando encontrar a algún famoso que con toda probabilidad no reconoceríamos. Vamos a pasear por sus calles y a entrar en su espléndida abadía.  Al salir del metro hay una banda de jazz y, por la debilidad que un día me contagió un buen músico del que tanto me acuerdo en este viaje, tengo que detenerme a escuchar y colaborar con alguna monedita. Esta vez la emoción me lleva hasta a hacerme una foto con ellos. En París hay música en todas las calles y metros y siempre de sublime calidad. La basílica es una maravilla, pero es una lástima el estado en el que se encuentra. Me topo de bruces con una escultura del Sagrado Corazón que, para esta devota, es la imagen más bonita que haya visto jamás. Una velita y otra vez unas lagrimillas. Ya lo he dicho, es día de emociones. Al salir de allí, justo antes de que empiece la misa que, para nuestra curiosidad, resulta ser en español, damos una vuelta por los puestos navideños que se sitúan en la misma plaza y luego un par de tiendas recorriendo el boulevard iluminado.

   La siguiente parada es la Iglesia de Saint Sulpice en cuya plaza también hay puestos de Navidad emanando dulzones aromas que empezamos a aborrecer. En su interior -nos cuesta encontrar la puerta oculta entre tanto andamio- jugamos con las placas del suelo que señalan los equinoccios intentando emular a Silas en El Código Da Vinci, pero no acabamos de visualizar la famosa Línea Rosa. La Iglesia es de una altura impensable y de nuevo me entristece el estado en que se encuentran sus vidrieras y la ornamentación de columnas y bóvedas. "Estamos en un país laico" me dice S, apenada también por el deterioro de tan hermosa construcción. Nos quedamos unos largos minutos sentados en los últimos bancos intentando recuperar fuerzas para seguir el tour marcado. Creo que es el lugar del que más fotos tenemos tomadas desde el mismo punto. Al fin me decido a poner al grupo en marcha: on y va! (que ya lo he aprendido y espero se escriba así). No tiene efecto. Pasados otros largos minutos, la misma inercia nos obliga a levantarnos, pero muy muy despacito. El cansancio se palpa ya a la legua.

   Siguiente parada: Latin Quarter. Por el camino nos detenemos en un puente del río y, de pronto, allí está, con sus dos torres iluminadas elevándose sobre la otra orilla. Notre Dame a nuestro nordeste. Qué emoción (sí, de acuerdo, unas lagrimillas más). Siento que ésta va a ser la imagen de la ciudad que guardaré para siempre en mi memoria. Seguimos el camino hasta el barrio latino, cuyas calles están llenas de vida en contraste con el resto de la ciudad. Vamos a una tiendecita de complementos que nos han recomendado pero hoy domingo está cerrada. Lo mismo ocurre con una chocolatería y una de exquisiteces de aceite de oliva. Decidimos sentarnos a cenar en una hamburguesería de lo más chic que está situada en un precioso pasaje que descubrimos por casualidad -veto la brasserie de al lado donde acabo de ver colarse una rata-. La cena es amenizada por las parejas que están a nuestro alrededor, que dan rienda suelta a sus amoríos. Una velada divertidísima en la que comentamos el panorama sin reparos en la creencia de que nadie entiende nuestro idioma. Si no es así más vale salir corriendo antes de que nos linchen. Claro que hay que esperar a A que ha ido de excursión al wc que se encuentra en otro piso. Debe estar muy lejos porque ha tardado un siglo.

   Después de la cena copiosa lo mejor es ir caminando al apartamento. Mi pie ya se resiente, pero no pienso renunciar a un paseo nocturno, ahora que no llueve y parece que hace menos frío.  Volvemos a cruzar el Sena por cuarta o quinta vez, así que decido olvidarme de mi pésima orientación y dejarme llevar por quienes manejan los mapas. Enfilamos la Rue de Rivoli hasta dar con el Louvre. La pirámide iluminada es una maravilla. Tuileries, Place de la Concorde, Champs Elysées. Qué ciudad más hermosa. Tengo que volver otra vez para verla con más detalle.

   De vuelta al confortable apartamento, sin botellas de agua ni rollos de papel higiénico -no sé en qué pensaba la agencia cuando nos dejó dos rollos para cinco días a un grupo de seis en el que somos cinco féminas-.  Menos mal que mañana es lunes y el súper de la esquina estará abierto. Ahora hay que organizar las visitas a los museos porque tenemos un pase para dos días consecutivos y unos cierran los lunes y otros los martes, justo los días de los que disponemos. Otra vez nos acordamos de las madres de los controladores que nos han cambiado todos los planes. Una vez organizado el plan du musée, coordinamos las duchas nocturnas con las visitas al wc de A (esta chica empieza a preocuparnos). A la cama, con la tele encendida, claro, aunque no entendamos ni media palabra. Por suerte no me toca la primera en ducharme por la mañana y podré descansar media horita más. Me acuesto pensando en  que todo lo que he visto hoy bien vale la inflamación de mi pie y me quedo dormida por el agotamiento lógico que provocan tantas emociones vividas en un mismo día.

Son las 02:00 am.





domingo, 12 de diciembre de 2010

Deuxième jour

                                                           (lo peor que le puede pasar a un croissant - parte II)

¿Ville Lumière o Villa de Madrid?

   Me despierto temprano pensando en que hay que hacer las reclamaciones oportunas, poniéndome manos a la obra inmediatamente. Escribo en mi pequeña libreta que he destinado a este viaje a modo de diario. Una vez se han levantado todos, desayunamos con tranquilidad organizando el timing del día para llegar puntuales al aeropuerto, pues después de lo ocurrido ayer tenemos que ser precavidos y facturar con exagerada antelación. J enciende la tele para enterarnos de cómo ha acabado esta historia pero, para nuestra sorpresa, la militarización de las torres no ha puesto fin a la guerra abierta entre controladores y Gobierno. El espacio aéreo seguirá cerrado durante prácticamente todo el sábado y hablan de decretar el estado de alarma.

   Au revoir, París...

   Las noticias son confusas y yo ya no tengo ganas de que jueguen con mi tiempo de ocio. Ya he perdido un día y no quiero perder otro día más. C y N también quieren ir a Madrid cuanto antes, así que organizamos el viaje. J, S y A prefieren el cambio de fechas, entre otras razones, porque el importe que nos van a reintegrar una vez restadas las tasas supone la ridícula 1/4 parte de lo que hemos pagado en total por el billete, hay que pagar la estancia íntegra del apartamento y nos "comemos" las tarjetas de transporte y los pases de los museos. Pero esta opción yo no puedo ni quiero contemplarla. Me voy a Madrid con el presupuesto asignado a la estancia en París y esperando que surta efecto la reclamación a AENA de todas las cantidades perdidas. Aunque tratamos de convencerlos para que vengan con nosotras, ya han decidido quedarse en Barcelona. En cualquier caso tenemos que acudir en grupo al aeropuerto para obtener los justificantes necesarios para las oportunas reclamaciones.

   Comemos todos juntos, la mitad del grupo acogiéndose a las noticias que apuntan a la inminente apertura del espacio aéreo, la otra mitad con la mirada puesta en Madrid. Nos dirigimos al aeropuerto con nuestros equipajes como el día anterior. ¡Qué situación más absurda! En las pantallas aparecen todos los vuelos cancelados, así que ya no hay duda de que se acabó París. Buscamos a la tal María de Air France, de la que descubrimos se apellida Hermosilla, quien deja su mostrador de facturación y se acerca a alentarnos con la posibilidad de volar en un par de horas. Yo ya no quiero escuchar porque estoy cansada de huelgas aeroportuarias, pero aún así espero con el resto del grupo que, a diferencia de mí, parece no haber perdido la ilusión. En las pantallas ya ni aparecen los vuelos, únicamente el logo de AENA. ¿Para qué, si no saben lo que se está cociendo en sus torres de control?

   Gracias a nuestro ángel de la guarda el viaje a París es una realidad. Nos factura en el vuelo de las 19:30H, tiempo justo para que C y N vayan a dejar el coche en casa y recojan las cartas de museo y las tarjetas de transporte que en la mañana nos parecieron innecesarias, J y S coordinen con sus familiares la recogida de su coche en el parking del aeropuerto, y A y yo compremos una pashmina a María Hermosilla, de la que nos acordaremos a menudo en París.

   París, allá vamos. O eso parece.

   A las 18:40H, hora en que ya ha comenzado el embarque de nuestro vuelo, volvemos a reunirnos los seis en la puerta del aeropuerto y empieza la carrera por la teminal hasta nuestra puerta de embarque, pasando por el arco de seguridad donde hay que volver a "desnudarse". Todos creemos tener un dejavu, sólo que ayer todo era más pausado y hoy el tiempo apremia. Otra vez me admira la organización de este equipo que, a pesar del estrés de la situación, consigue embarcar en hora incluso habiendo comprado unas botellas de agua, ido al wc y entregado el regalo a la que a bautizamos como Marie Formosille. Y todo con un humor excelente.

   Descendiendo a nuestro destino comienzo a ver las luces de la ciudad que se dibuja perfectamente en la oscuridad de la noche. Puedo distinguir la Torre Eiffel entre el mar de calles y avenidas. Ojalá mi miedo a volar me dejara disfrutar del momento, pero en mi cabeza sólo tengo la idea de que quizás mi destino es no conocer la ciudad que tanto he soñado y sólo deseo que el avión aterrice de una vez. Quince eternos minutos después ya estamos esperando nuestras maletas.

   El trayecto en taxi hasta la Rue des Saussaies número 5 es emocionante, reconociendo edificios que he aprendido en libros y reportajes televisivos. Llegamos al apartamento, que afortunadamente sigue siendo nuestro, pero tenemos que esperar durante media hora a los de la agencia para la entrega de llaves y demás formalidades. No podemos llamarlos para decirles que ya hemos llegado porque es vergonzoso el mareo que les hemos provocado por culpa de los controladores: ahora no vamos, ahora sí, ahora no lo sabemos, ahora parece que sí, ahora que no, que sí, que sí, que sí...

   El apartamento es perfecto y la situación magnífica. ¡Estamos a una esquina de la residencia de Sarkozy, rodeados de agentes de seguridad y escaparates de tiendas de la talla de Prada o Hermés! Parece que nuestra suerte empieza a encauzarse y para celebrarlo vamos a dar un paseo por Champs-Élyseés, que a mí me parece de una belleza inigualable con todos los puestos de madera iluminados esperando la llegada de la Navidad. Acabamos cenando en una brasserie y nos estrenamos con una croque madame, una delicia para nuestros estómagos vacíos, aunque no volveremos a comerla en el resto del viaje. Hace frío, tanto como para que se empañen los cristales de nuestras gafas, pero todos confiamos en la acogedora calefacción del apartamento y el paseo se hace agradable, eso sí, a paso ligero.

   El día ha acabado estupendamente y ahora toca darse una ducha calentita, repartirnos en las tres camas -A y yo elegimos el sofá cama que es más incómodo pero tiene tele- y planificar la ruta del día siguiente, que constará de un paseo por los lugares más típicos de la ciudad. Me echo a dormir dando gracias a Dios por poner a María Hermosilla en nuestro camino. Bonne nuit!

En mitad del silencio se oye gritar a A: ¡Esa luuuuuuuuuuuuz! Con farolas así, ¿cómo no se va a llamar ville lumière? 

viernes, 10 de diciembre de 2010

Premier jour

                  (lo peor que le puede pasar a un croissant - parte I)

DESTINATION: CHARLES DE GAULLE

   Con todas las ilusiones puestas en un viaje programado con cinco meses de antelación, facturo mi maleta junto con mis acompañantes en el aeropuerto de El Prat siguiendo el timing indicado. "El avión sale en hora" nos dice la azafata, lo que parece extraño teniendo en cuenta la fecha de la que se trata. Pasamos el control de seguridad sin problemas, después de que A se haya convencido de que la mejor opción es cambiar todos sus potingues, que no son pocos, del neceser de mano a la maleta. Nuestro destino es una ciudad gélida y al parecer esta semana el clima está atravesando un mal momento, vamos que va a hacer un frío del carage, así que además de cinturón, reloj, líquidos y objetos punzantes, hay que depositar en la bandeja  abrigos, gorros, bufandas y guantes, y además nosotras -les cinq mademoiselles- quitarnos las botas haciendo equilibrio sobre un solo pie. "Menos mal que esto sólo hay que pasarlo una vez", pienso. Bueno, A se libra porque lleva zapatotes de trekking.

Una vez en la zona de embarque decidimos cenar un fantástico bocadillo de jamón (algo típico cuando sabes que vas a cruzar la frontera) mientras esperamos a que aparezca en pantalla nuestra puerta. Pasados los minutos oímos por megafonía que debido a los problemas ocasionados por el cierre del espacio aéreo de Madrid puede ocasionarse retrasos en los vuelos. "Bueno, embarcamos en media hora... no nos afectará..." digo yo no muy convencida. "Yo no lo tengo tan claro" dice S muy realista "Y si no podemos volar, al menos habremos quedado para cenar" se le ocurre a J con la consiguiente carcajada del grupo. Anuncian nuestra puerta de embarque mientras por megafonía se oye una nueva locución: "AENA informa que debido al abandono masivo por parte de los controladores aéreos de sus puestos de trabajo se ha cerrado el espacio aéreo de Madrid, Canarias y Baleares". Ante tan alarmante noticia todos cruzamos los dedos, pero con preocupación moderada al ver a los pasajeros de nuestro vuelo dispuestos a embarcar formando una fila perfectamente ordenada. Sigo sin ver el avión que se supone nos llevaría a nuestro destino, pero no quiero intranquilizar al grupo, así que me limito a indicarles que la tripulación está en la puerta y que el vuelo de la puerta de al lado que también opera nuestra compañía está finalizando su embarque, por lo que no parece que nos afecte. "Además volamos hacia el norte" dice C en tono tranquilizador y todos nos aferramos a esa loca reflexión. Llamo por teléfono: "mami, que embarcamos".

   Veinte minutos más tarde nuestro vuelo es cancelado sin más remedio, pues se cierra definitivamente el espacio aéreo de toda España por los motivos ya comentados. No se puede hacer nada más que recoger la maleta por la cinta 6 y guardarnos un papel estándar que Air France ha emitido desde Madrid informando de los motivos por los que se han cancelado los vuelos, eximiendo toda responsabilidad. Ahora toca hacer las pertinentes llamadas a nuestros familiares y organizarse. "Mami, que no volamos". Primero recoger la maleta, segundo solicitar  formularios de reclamación a Aena y tercero ir a informarnos a los mostradores de nuestra compañía. Así lo hacemos y, maleta en mano, nos dirijimos a hablar con el personal de Air France rezando para que no haya colas como las que nos encontramos por el camino. No hay nadie milagrosamente y nos atienden con una poco habitual amabilidad explicándonos que lo mejor que podemos hacer es aceptar el reintegro del billete y olvidarnos de ir a París.

   París..... es lo único que pasa por mi cabeza...

   Reconozco que me ha entrado el pánico reviviendo mentalmente los altercados de la huelga salvaje de 28/07/2006 y sólo pienso en huir del aeropuerto enseguida, antes de que se caldee el ambiente y la emprendan con el personal y el mobiliario del aeropuerto como ocurrió aquel día. Sin embargo, se respira  una tranquilidad y resignación general que nada tienen que ver con lo que viví entonces. La diferencia estriba, supongo, en que no tenemos a los culpables delante de nuestras narices.

   Dado que según parece podríamos volar pero en un par de días, decidimos buscar otras alternativas.  "Mami, que igual sí nos vamos". Me gusta este grupo porque se entiende a la perfección y cada cual tiene su función. Como yo ni conduzco ni hablo idiomas me quedo vigilando el equipaje mientras unos intentan alquilar un coche y otros informarse. Lo único que se me ocurre es contactar con la fuente de información más directa que podemos tener que nos pinta un panorama tercermundista en Barajas y nos explica las causas de la situación -lástima que sea desde la perspectiva huelguista-.

   París...

   Una hora más tarde ya tenemos las conclusiones:  no podemos viajar en avión porque aunque se restablezca en la misma noche (vía militarización de las torres de control) no hay tripulación disponible ya que ha sobrepasado sus horas de actividad y  la posibilidad de nuestra reubicación no se contempla a corto plazo; no podemos viajar en tren porque no hay plazas disponibles en los dos días posteriores; no podemos alquilar coche con  entrega en  destino por falta de vehículos; y tampoco es viable la solución desesperada que propone N de llegar a Perpignan y desde allí buscar avión hasta París.

   "Mami, que nos quedamos."

   Mientras esperamos resignados a que vengan a recogernos con la clara idea de que no nos van a fastidiar el puente consensuamos un nuevo destino. Madrid parece lo más viable porque el trayecto en coche es factible y seguro que hay algún hotel barato en el que alojarnos. De todos modos, lo perfilaremos una vez hayamos llegado a casa.

    París...

   Gracias a una tal María, del personal de tierra de Air France, que nos ha devuelto la esperanza facturándonos en secreto en el vuelo del día siguiente, que nos ha solucionado la papeleta con el taxista que nos espera en Charles de Gaulle y con la agencia que nos alquila el apartamento, y que se ha preocupado por nosotros en todo momento ideando alternativas para no perder el viaje y nos ha entregado un justificante de la cancelación del vuelo. Incluso antes de irnos nos indica el mostrador por el que debemos pasar al día siguiente para evitar las colas. María: nuestro ángel de la guarda.

   Mientras esperamos a nuestros santos padres-tíos-suegros que vienen a recogernos en los respectivos coches, nos repartimos en dos casas para no desperdigamos porque mañana sí volamos a París. "Mami, que sí volamos, pero mañana".

   Paris, à demain...



Decálago de un español en París



Diez consejos de supervivencia:

1º.- Si decides viajar a París evita las huelgas aeroportuarias y las tormentas de nieve, te facilitará tanto el trayecto de ida como el de vuelta.

2º.- Si te lanzas a dirigirte al parisino en su idioma procura que tu pronunciación sea perfecta . Si no lo logras, serás corregido por el oriundo de forma petulante.

3º.- Si tu dejeuner consta de café, que te sea leve. Bébelo de un trago, saborearlo no es una buena opción.

4º.- Ingiere únicamente agua del grifo, que además de potable es incolora, insabora e inodora. Comer en París no es caro, beber es una ruina. Agua embotellada Evian 1/2L: 5€; Cafe Richard con leche: 4€; Coca-cola 33cl: 3,5€; para todo lo demás Master card.

5º.- Cruza los semáforos como si corrieras una maratón. En cuanto pises el paso de cebra se habrá puesto en rojo. Y si no hay semáforo ándate con ojo, al parecer los coches tienen preferencia.

6º.- En el metro intenta mantener tu espacio vital y seguir el paso parisino. A la que te descuides te atropellarán soltándote una reprimenda incomprensible.

7º.- En el cercanías (RER) no viajes con maleta y si no tienes más remedio que llevarla contigo escóndela o póntela de sombrero. Los vagones no están preparados para el viajante. Los parisinos tampoco.

8º.- Evita comentar tu nacionalidad y el trato será más amable. El chovinismo parisino es más recalcitrante cuando se trata del turista español.

9º.- Hazte con un buen mapa de la ciudad y agudiza tu ingenio -la orientación no te va a servir de mucho-. Evitarás tener que preguntar cómo llegar a tu destino. Hospitalarios, lo que se dice hospitalarios, no son los parisinos.

10º.- Si te toca volver a España desde Charles de Gaulle, ánimo. Es toda una experiencia orientarse en un aeropuerto internacional con organización provinciana.

jueves, 9 de diciembre de 2010

La sinrazón de una huelga salvaje




A ti, controlador, que me pides comprensión.

Puedo comprender y comprendo que los derechos de los trabajadores no pueden ser pisoteados a golpe de Decreto, pues creo firmemente que el abuso de poder debe ser reprobado incondicionalmente y que el débil tiene absoluta legitimidad para defenderse con las armas de que disponga en el marco de la legalidad.

Puedo comprender y comprendo que un controlador gane un sueldo indecente porque así lo han convenido su sindicato y la empresa para la que trabaja, aunque nuestro ministro de Fomento se olvide de mencionar este extremo, y que reclame que se lo mantengan como cualquier trabajador  que ve recortada su fuente de ingresos.

Puedo comprender y comprendo que el esfuerzo de un trabajador debe ser recompensado con beneficios laborales que van más allá de la remuneración y que estos privilegios deben ser mayores cuanto mayor es la cualificación exigida para el puesto, aunque nuestros dirigentes pretendan hacernos creer que cualquier ciudadano de a pie está capacitado para ser controlador aéreo simplemente con dominar el inglés y aprobar un curso de seis meses -y si esto es realmente así, yo ya no quiero volar-.

Puedo comprender y comprendo el enfado de un colectivo tan estratégico como éste cuando cae con los dos pies en una trampa  urdida por un Gobierno preocupado por lavar su imagen ante la imperiosa necesidad de recuperar el apoyo ciudadano en una legislatura en la que se ha ganado a pulso la pérdida de confianza hasta de sus más fanáticos adeptos.

Puedo comprender y comprendo que cualquier colectivo de trabajadores debe ejercer su derecho de huelga. De verdad lo comprendo incluso cuando soy una de las afectadas, y que conste que lo digo con conocimiento de causa porque a estas alturas de mi vida ya he padecido en primera persona una huelga de celo de controladores españoles, una salvaje del personal de handling de Iberia, una encubierta de pilotos de Iberia, una legal de pilotos de Binter, una convocada de pilotos de Spanair, una protesta del handling de Aireuropa y la referida en este blog más cercana a rebelión que a huelga (y sólo he nombrado las del transporte aéreo).

Pero mi comprensión finaliza radicalmente cuando estos colectivos deciden machacar mis derechos olvidándose de sus obligaciones, pues acepto ser un daño colateral en pro de los derechos laborales pero que no me conviertan en una víctima civil de su guerra particular porque el sacrificio de inocentes no tiene razón alguna que lo justifique.

jueves, 2 de diciembre de 2010

¡Que yo soy bilingüe!





No es tan difícil de entender, creo. Hablo dos idiomas, luego soy bilingüe.

Estoy harta de que me pregunten si soy castellanoparlante. Sí, claro que lo soy, porque el español (o castellano, como dicen en mi tierra) es mi lengua materna. Pues sí, tengo la enorme satisfacción de hablar el segundo idioma más utilizado del mundo, pero me aburre de soberana manera que me hagan la pregunta de marras porque conozco las connotaciones del adjetivo en cuestión. Y es que llevo prácticamente los mismos años hablando catalán que español... Luego soy bilingüe.

Cuando hablo español mi acento es marcadamente catalán -o eso dicen-. Cuando hablo catalán se nota mi deje castellano -supongo-. Y a mucha honra, así que no admito que me tachen despectivamente de nada. Que no me digan que soy catalana como si estuvieran tragándose la lengua y, mucho menos, me digan que soy charnega porque yo he nacido aquí. Además, cada persona tiene su propia habla. Pon a un ruso, un francés y un italiano a hablar el mismo inglés académico. No es un chiste, es un ejemplo. El ruso pronunciará una erre vibrante, el francés utilizará un sonido más gutural y el italiano hablará casi cantando. Pues eso, que cada cual tiene su propia habla y la mía es la mezcla sensata de dos idiomas... Luego soy bilingüe.

Estoy orgullosa de hablar español y catalán indistintamente. En realidad no sé hablar ninguno de los dos idiomas sin hacer uso de vocablos del otro. En mi ciudad, que es la que conozco, nos hemos acostumbrado a emplear palabras de una y otra lengua de forma simbiótica, esto es, dependiendo de lo que exprese mejor lo que queremos decir y/o del tono que queremos dar. Las hemos introducido en nuestro vocabulario e incluso les hemos dado divertidísimas traducciones... Luego soy bilingüe.

No miento si digo que es fantástico tener un vocabulario español enriquecido de expresiones catalanas, y además en mi caso, para mayor gozo, de expresiones canarias y andaluzas. Y es cierto que es maravilloso tener una charla a tres cambiando de idioma con rauda agilidad dependiendo del interlocutor y sin perder, además, una sola coma de la conversación ... Luego soy bilingüe.

Que te quede claro entonces: ¡que yo soy bilingüe!

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Érase una vez...



Érase una vez una niña que quería ser actriz. Sus juegos preferidos siempre fueron los de interpretación llevados al límite: una madre cuya hija padecía una enfermedad letal, una princesa desdichada o una conversación telefónica traumática. Así fue adquieriendo una serie de registros que solía practicar con sus hermanas menores en sus horas de ocio, mientras éstas observaban con admiración su capacidad para pasar del drama a la comedia sin apenas esforzarse.

Aquella niña fue creciendo y lo que parecía un juego  fue convirtiéndose en un sueño difícil de realizar, pues ningún miembro de su extensa familia destacaba por sus dotes artísticas y, mucho menos, en el campo de la interpretación. No obstante, nunca cesó en imaginarse ante una cámara y en seguir aprendiendo de forma autodidacta. Sus conocimientos se basaban en el análisis de las actrices más renombradas y, de entre ellas, sus favoritas eran las chicas del maestro Woody Allen. 

Un buen día, por aquellas sorprendentes casualidades que a veces ocurren, se encontró en una cena nupcial sentada a la mesa con un joven director que acabó por quebrar las ilusiones que por entonces albergaba cuando, de forma rotunda, le espetó que no era carne de celuloide, ya que para hacerse un hueco en el séptimo arte debería olvidarse de sus principios más básicos. Tardó en asumirlo, pero renunció a su sueño definitivamente.

¡Qué paradoja! Hoy, a sus 37 años, resulta ser la directora de la biografía de sus tres hijos, la protagonista de la historia de amor con su marido, comparte el papel principal junto a sus cuatro hermanos y lleva una vida de película.

Felicidades.